martes, 5 de octubre de 2010

¿Por qué seguir a Cristo en la miseria, la desgracia y la muerte?

Foto: Germán Osorio Arias
La herencia de esclavitud aún amordaza las individualidades. Aún victimiza lo poco de personalidad que le queda a esta sociedad incrédula y sumisa. Del mismo modo, destruye el autónomo pensamiento de aquellos niños engendrados algún día bajo la irresponsabilidad adulta de la incongruencia. Porque creer es de sabios, pensar es de cultos que miden la realidad con coherencia y virtud. Sin embargo, los discursos profanos de la verdad despliegan su poder sobre los autómatas que profundizan su condena en la  yaga de la sin razón trasmitida de generación en generación.
Es una Iglesia grande, de colores pálidos y cálidos, cuyos ornamentos ciñen su exposición en actos de miseria, de sumisión y dolor. Las bancas, perforadas por el comején, perfectamente diseñadas para arrodillarse, alienan los pecadores al poderoso símbolo del perdón inconsciente. Su acústica, amplificada por bafles de sonidos sordos, se difunde por cada rincón del edificio alimentando los sentidos de sandeces.  Del mismo modo, los Cristos heridos sugieren nuestro camino a seguir exhortado por verborreas sacerdotales emanadas del sarro que yace en la boca más enferma que asesino alguno pueda tener.
Los niños, bajo la dirección de los devotos mayores, se organizan para la acción protocolaria con el fin de acercarse a besar los pies de quien predica. El padre, simbólicamente ubicado sobre los infantes, imponiendo su “superioridad”,  recita frases obstructivas tan importantes como lo es la mentira para prolongar la impunidad. Esta impunidad de 500 años, en que los suelos han sido alimentados por la sangre hecha ríos, emanada de hombres apilados, mutilados en conjunto por la codicia bárbara de la terrorífica Fe católica.
“Hermanos, hay que hacer la voluntad de Dios, Cristo no está muerto. Cristo es digno de ser seguido” manifiesta el cura, hombre grueso, de voz clara y fuerte, imponente, de tez morena, 50 años de edad y 1, 70 cm aproximados.  “Hijos del señor, que Dios bendiga al Papa Benedicto XVI. Jesús es siempre el mejor amigo, recibe padre santo las súplicas que te hemos dirigido hoy. Ten misericordia por todos nosotros, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo, perdona nuestras ofensas y líbranos de todo mal. Cristo, danos tú la paz”.
¿Por qué hacer la voluntad de un Dios cuyo sinónimo es la guerra, la miseria, el hambre, la peste, el sadismo, la pedofilia, la perversión? ¿Por qué seguir a un Cristo y no la coherencia en nosotros mismos? ¿Por qué pedir por la bendición de un magnate que no conoce el hambre sino para producirla? ¿Por qué suplicar, es que han sido pocas las aberraciones católicas que la historia de estos pueblos ha mostrado? ¿Es que han sido sutiles las vejaciones como para pedir misericordia, como si los ofendidos fueran ellos y no nosotros? ¿Para qué hacer la voluntad de Cristo si ésta conlleva a la negación de los valores, a la privación de la personalidad individual? ¿Han sido pocas las ofensas del clero como para pedir que perdonen las nuestras? ¿Cuándo Cristo nos dará la paz? ¿Qué es Cristo? ¿Qué es Dios?
Los presentes asentían con desparpajo el discurso sacerdotal. Los chicos de blanco, adornados con flores y arrodillados de la forma más mendicante, recibieron “el cuerpo y la sangre de Cristo”, que, objetivamente, no es otra cosa que un pedazo de cartón mojado con agua colorida sin sabor. Semióticamente, la consagración significa -esclavícese a nuestro capricho, renuncie a sí mismo y entierre su efímera vida en las pútridas criptas de la fe-.  Tras este acto, la misa concluye con las últimas recomendaciones de autoflagelación, de resignación, de aceptación del engaño y la mentira.  “Podéis ir en paz hermanos”.


  

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